Álvaro Rojas Salazar
Rojinegro de corazón
La casa de los abuelos frente a La Sabana. La cochera donde pateo una bola que al golpear la pared me hace gritar ¡Gol! vestido con el uniforme rojinegro; ese que yo no escogí, pero que siento más propio que la sangre. Un vago recuerdo. Caminamos hacia el Estadio Nacional, de la mano del abuelo subo unas graderías llenas a reventar. Es 1980 y tengo cinco años. Heredia muerde el polvo. Por primera vez somos campeones. La Liga, y yo, apoyando desde la grada.
El estudio lleno de libros y de fotos enmarcadas colgando de las libreras. Él fue campeón en los cuarenta. En una de ellas recibe un balón en la media cancha del Estadio Nacional que ya conozco. En esa oficina de su casa me lee artículos de periódicos que conserva como tesoros. Yo lo escucho maravillado. Mi abuelo emocionado me narra sus carreras y sus goles, esos que quedaron escritos para siempre en la prensa de la época. Cuando sea grande yo también quiero jugar con la Liga.
Detesto al Saprissa. No hay más campo en las gradas, mi papá me sube a una tapia del sector oeste de la cancha del Nacional. A caballo, sobre el muro, en el frío de la noche seguimos a la Liga que empata a 0 con el eterno rival. Juego futbol en la escuela, la bola es a veces una de verdad y otras una caja de jugo de naranja. Juego futbol en el barrio, participo en campeonatos menores. Un día le digo a mi tío que quiero meter un gol en un clásico, puede ser en el Morera, con la gente apoyando, pero preferiría que fuera en el Saprissa, silenciar “la cueva” y dedicarle el gol a una afición fiel que nos sigue a la distancia. Como mi papá, que todos los domingos escucha los partidos por radio, concentrado, sentado en el piso de la terraza de mi casa.

El zurdo Jiménez, Álvaro Solano, el Gugui Ulate, que siempre llega a tiempo para anotar; Cayasso, el Macho Ramírez antes de que traicionara los colores; Alejandro González en el arco, que además es nuestro primo y nos permitía entrar al camerino después de los partidos, para hacerme sentir con eso que yo también era del equipo. Un jugador de diez años en un cuadro de primera. La Liga de los ochenta. De la que formé parte en los partidos que jugué todas las noches desde mi cama, en la imaginación, antes de dormirme para ir el otro día a la escuela.

Austin Berry deja botado a Max Sánchez, corre por la banda izquierda, entra al área y remata. Silencio sepulcral en la grada. Sufre el saprissismo. Derrotados en su cancha ¡Campeones! Nosotros celebramos en un hotel de Puntarenas. Mi papá nos trae ese mismo día hasta San José, en una caravana imaginaria, en un carro vestido de rojinegro. Ganamos en el 91 y también en el 92, cuando el Macho la mandó a guardar y el Morera explotó. Esa vez celebré en el bar La Liga, a unas cuadras del Estadio.

Tuve un paso efímero por las ligas menores del equipo, magnifiqué triunfos y minimicé derrotas. Pero de verdad, pocas veces me he sentido más orgulloso que cuando, recién bañado, salía por las puertas del Morera a coger el bus de San José después de entrenar con “los mosquitos”. Por razones difíciles de explicar no seguí jugando. Soy zurdo, delantero. Todavía siento que me quedó algo pendiente, me pasa ahora que escribo estas líneas y a veces cuando voy a ese estadio de El Llano de Alajuela al que el abuelo me llevaba todos los domingos que jugábamos de local. En el que aprendí, desde muy pequeño, a ver los juegos de pie cuando la cosa se pone emocionante y a insultar a los jugadores cuando no dan la talla. Sí, a veces siento que me quedó algo pendiente en la cancha, con la bola pegada al pie, esquivando rivales, definiendo al palo largo del arquero, ahí donde no llega nadie.
Me duele perder, celebro cada gol, trato de ver todos los partidos. Por supuesto que algunos los recuerdo más que otros. Como el 0 a 0 contra River o el 4 a 0 contra Saprissa en la final de Concacaf del 2004. El clásico más importante de la historia. Sí, ese después del cual el entrenador morado le declaró a la prensa que no pudo dormir en toda la noche. Vinieron más derrotas, algunas muy dolorosas, también llegaron campeonatos celebrados con amigos, con mis primos, con mi papá, siempre con el abuelo, ahora con mi hijo.
Me pidieron que explicara por qué soy liguista. No se los puedo decir. Esto es inconsciente, instintivo, es la voz bondadosa del abuelo que ya no está, son sus cuentos sobre Lalo, sobre Buroy, sobre Morera, son sus instrucciones para patear con el empeine. Es mi papá levantándose del sillón de la sala para no ver una tanda de penales. Es mi hermano, de cinco años, llorando tras una derrota en el Saprissa. Son las canciones de “la Doce”. El gol de Washington Hernández en un clásico, cuando le dimos vuelta a un dos a cero en el 95, con Badú Vieira en el banco. Es la espera por el próximo partido y la camiseta rojinegra que siempre tengo guardada en algún rincón, en cualquiera de las casas en las que he vivido, dispuesta para salir al campo otra vez, con el escudo pegado al corazón.
20 de abril del 2020.