Guillermo Fernández Rojas

Mis viajes desde Turrialba con Walter Pearson para ver jugar a la Liga

Cuando apenas era un niño escolar del centro de Turrialba, por allá del fin de los años cincuentas e inicios de los sesentas,el viajar un domingo hasta el estadio de Alajuela a ver jugar al equipo de mis amores, fue una de las primeras y atrevidas aventuras de mi vida.

Durante varias semanas ahorraba el dinerito que me regalaban mis padres y abuelitos con la ilusión de reunir lo necesario para pagar los pasajes de bus, la entrada al estadio y hasta para comprar alguna cosa que pudiera comer durante el partido.

Aunque eran domingos, debía levantarme temprano, como si fuera un día de escuela, para poder tomar el bus mañanero que salía hacia San José. Vale que la parada entonces, según recuerdo, estaba frente al hotel Roma, casi al frente de la estación del tren que transitaba de San José a Limón y viceversa, y quedaba a cuadra y media de mi casa.

Éramos casi los mismos que tomábamos el bus los domingos a esa hora, pero obviamente no todos íbamos a ver el encuentro que tuviera la Liga Deportiva Alajuelense en su estadio. Tampoco todos venían para San José. Unos iban a Juan Viñas, otros a Cartago. Pero aún menos éramos los que nos bajábamos del bus en San José, en la parada de entonces, en un amplio garage techado que había entre lo que hoy es la tienda La Gloria y el primer McDonald’s que instalaron en nuestro país, al costado oeste del edificio del Banco Central, a un lado de la avenida central.

Casi siempre éramos dos los que salíamos corriendo, uno al lado del otro, dos cuadras hacia abajo de la avenida hasta llegar a la esquina donde se estacionaba el bus que directamente nos trasladaría  al frente de la entrada al estadio de la Liga.

Esa otra persona y yo nunca nos pusimos de acuerdo para nada. Pero cuando tomábamos el bus en Turrialba nos veíamos y sabíamos que ambos íbamos a ver el equipo manudo a su estadio. Él era muy conocido por mi y toda mi familia, porque era un zapatero que tenía su local de venta y reparación a la vuelta de mi casa, frente a la escuela central de Turrialba que entonces, injustamente, se llamaba John D. Rockefeller y hoy se llama Genaro Bonilla.

Pero lo más emocionante de ese viaje en autobús de Turrialba a San José surgía cuando se sumaba, como pasajero, el entonces as del fútbol nacional y de la Liga, Walter Pearson, de cepa turrialbeña, quien por supuesto admirábamos muchísimo. Como titular liguista, Pearson igualmente debía viajar temprano para llegar con suficiente antelación al camerino liguista y alistarse para emocionarnos con sus grandes jugadas y muy festejados goles.

Para quienes no lo saben, don Walter es considerado uno de los mejores extremos derechos de la historia, fue tricampeón con la Liga, donde debutó en 1958, cuando yo tenía ocho años. Además, ganó un campeonato de la Concacaf con la Selección de Costa Rica entre muchos éxitos de una dorada carrera futbolística.

De mi viaje en bus, recuerdo que don Walter procuraba un asiento al lado de una ventana a fin de poder recostarse a un costado del bus y así poder viajar en posición relajada, descansada. Por ello casi siempre se sentaba en la parte de atrás y cuando entraba al bus y caminaba hacia la parte trasera, saludaba con simpatía; muchos de los que ya estábamos dentro lo seguíamos con nuestros ojos cargados de admiración.

Ya en el estadio manudo, el asunto era encontrar lugar en las filas superiores de las gradas, a fin de poder disfrutar de una vista amplia de la cancha y así vivir al máximo un partido más de los manudos. Empezaba entonces el fiestón. Gritos de saludo a jugadores, de elogio para el equipo liguista, de aplausos a los jugadores y de estímulo para los que se acercaban a la gradería a recoger la bola con la que estuvieran practicando.  Claro no podían faltar las críticas al equipo contrario, a fin  de molestar a sus aficionados.

Yo llegaba a las gradas completamente seguro de que vería otro triunfo de la Liga. Cuando el resultado era contrario a lo que tenía en mente, las cosas se tornaban muy tristes y dolorosas. El viaje de regreso a Turrialba, que entonces iniciaba con la búsqueda al bus que nos traería a San José, era de malos gestos, silencioso y muy triste y aburrido. Pero si la Liga ganaba, todo eran risas, alegría, satisfacción plena y de charlas con todo manudo que se cruzara en nuestro camino.

Lo peor era que en el bus hacia Turrialba me encontrara de cobrador o chofer a algún antiliguista que conociera mi fanatismo manudo, porque si habíamos perdido ese domingo, entonces me pegaban las grandes vaciladas a lo largo de todo el viaje. Y  casi todos los pasajeros disfrutaban el vacilón, porque el carajillo manudo que venía en el bus, se enojaba y expresada en su rostro y gestos la enorme molestia que cargaba y el enojo que sufría al ser víctima de las burlas.