Artículo de la semana

EL VIRTUOSO: JAVIER “ZURDO” JIMÉNEZ BÁEZ

Era viernes de abril a media mañana. Caminábamos desorientados bajo el sopor y el bullicio de las inmediaciones del Mercado de Alajuela, sin lograr encontrar la casa de don Carlos “el Aguilucho” Alvarado. En una esquina, recostado a una señal de tránsito, un señor de mediana edad, rostro alargado, melena canosa y anteojos oscuros; nos observaba sin expresar palabra. Decidimos preguntarle sobre dicha ubicación. ¿Uds., en qué andan?, contestó al instante. Quizás se había percatado de nuestra consulta a otras tres personas en esa misma calle. Le explicamos la idea de una serie de entrevistas sobre leyendas rojinegras, a lo cual nuevamente reaccionó con la conocida picardía alajuelense: “Así es la cosa… ¿Y cuánto van a echar? Acto seguido no indicaría con lujo de detalles, color de casa y portones exteriores, la dirección de la casa de don Carlos. Avanzamos unos quince metros y un vendedor a quien habíamos preguntado por esta misma dirección, extrañado nos increpó: “Uds. no saben quién es él… ¿No lo reconocieron? ¡Ese es “Zurdo”! ¡Javier “Zurdo”Jiménez!

Luego de este casual y algo atropellado encuentro, no fue difícil contactarlo, pero sí que accediera a ser entrevistado. La fama de “arisco” la tiene bien merecida. Un buen amigo en común, Jimmy Orozco Calderón, haría posible el encuentro en un lugar de su elección y conveniencia en el centro de Alajuela, muy cerca del Estadio que tantas veces lo ovacionó de pie.

Hijo de don Santiago Jiménez, un empleado histórico del club, con quien convive en el INVU Las Cañas; hermano de los también jugadores José Martín, Alexis, Sergio y el también recordado Carlo “Pata” Jiménez; Javier “Zurdo” Jiménez Báez, fue un delantero de talento natural forjado en las canteras alajuelenses de aquel entonces: Plaza Iglesias, Plaza Acosta y los patios de la Escuela Ascensión Esquivel.

Debutaría con el primer equipo en 1972. De buen perfil, siempre presto al ataque, insuperable en el uno contra uno, potente sin dejar de ser elegante, de juego limpio, fue el “deber-ser” del extremo izquierdo cuando dicha posición todavía existía en las estratagemas del fútbol. Deslumbró con su solvente dominio del balón exhibiendo un repertorio que incluía: dribles, regates, “perras” y parábolas. Se le atribuye la invención del “triciclo” -no la bicicleta- sino el triciclo “porque era más pequeña, rápida y dejaba botado al rival en dos toques. Trataba de hacerla chiquitita y engañar al rival, esa era la alegría de ver qué salía. los rivales se quedaban todos preocupados porque era una jugada que salía de pronto, entonces los agarraba sorprendidos, yo no entraba pensando en hacer eso, era una cosa del momento nada más“. Fue también un jugador de equipo, empleando su capacidad individual de administración del balón, para servir pases y asistencias de precisión quirúrgica en sus recordados asocios con Errol, Jorge White o Rolando “Cadáver” Villalobos.

La afición manuda que pagaba por verlo, coreando su nombre, independientemente de cuál fuese el marcador o de los resultados del equipo. Durante 12 años vistió la camiseta rojinegra, fue la estrella sin discusión de un equipo que vivió en la de los años setenta, una década amarga de nueve años de sequía de campeonatos -la más larga registrada hasta el momento en la historia del club (1971-1980)- aderezada con las puertas del descenso en 1978, un año en el que por desavenencias con la directiva, jugaría con la A.D. Guanacasteca por espacio de cuatro meses. Regresaría sin embargo el año siguiente, para ganar la anhelada copa de 1980. Fue él quien un 11 de enero de 1980, abriría el marcador desde el minuto 6, en el partido final ante Puntarenas, en un campeonato que registró además la marca histórica de 48 cotejos invictos en casa. Participaría también un celebrado campeonato en 1983, su último año en las filas manudas, en un combinado en el que contribuyó con sus goles y experiencia al lado de figuras juveniles que ya despuntaban como Álvaro Solano y Oscar Ramírez.

 

Con la Tricolor participó en 31 juegos internacionales de clase A  entre 1972 y 1980, anotando un total de siete goles. Participó en las eliminatorias mundialistas de 1974, 1978 y 1982, además de la preolímpica de 1976 y 1980. En esta última, recuerda su “hat-trick”, logrando las tres anotaciones en la victoria de 3-2 sobre Surinam, que prácticamente sellaría el pase a la primera experiencia olímpica costarricense en los Juegos de Moscú de 1980.

“Zurdo” fue una figura controvertida. “En el futbol hay mucha envidia, a mí me la tenían”, espeta mirándonos a los ojos. “Algunos directivos me tachaban de alcohólico. El ser una figura pública me generaba problemas en ese sentido”. En un país que come y devora fútbol, los jugadores tienen dos vidas públicas: una dentro y otra fuera del terreno de juego. Localmente surgiría toda una chismografía, más morbosa que fidedigna, en la que aún se le reprocha el haber sido un talento natural opacado por su irreverencia. Reconoce que odiaba aquellos entrenamientos extenuantes de alta exigencia física, pues para él el fútbol era un ejercicio mental y “no de subir cuestas”. En una época  cuando todavía los jugadores eran una suerte de “posesiones” de los clubes, “Zurdo” fue objeto de permanente escrutinio por una directiva que seguía de cerca su vida privada y hábitos fuera del terreno de juego. Sanciones, concentraciones en solitario en un hotel local, lo mismo que fallidas oportunidades de jugar en el extranjero, son episodios que aun remora pero que prefiere dejar atrás como páginas superadas de su pasado.

Mas como bien lo dijo Villoro, ocupar una posición en la cancha, es también asumir una psicología. La suya se basó en el ejercicio pleno de la libertad, como requisito de la creatividad. Entendió y sigue entendiendo el futbol no como una profesión, sino como un deporte, un arte, en el cual el talento va irremediablemente ligado al temperamento “En mi tiempo había más amor. Hay muchos que juegan solo por un salario. La diferencia ahora es el dinero… no se ve tanto como un deporte se ve como un negocio”, sentencia un “Zurdo” que supo disputar un partido fracturado de tibia y peroné , al tiempo que se mofa de algunos jugadores que en la actualidad  prestan más atención a su peinado, su apariencia física, o sus “seguidoras” en redes sociales, más que a su técnica en el terreno de juego.

Zurdo fue ejemplo de aquella máxima en la que los mejores momentos de degustación, no necesariamente van ligados a la anotación. Por eso quizás la única regla vigente en su habilidoso juego fue siempre el desconcierto, o en palabras de Oscar “Macho” Ramírez: “La gradería se ponía de pie, pues “nunca se sabía qué iba a hacer…llegaba frente al marco tenía que meter el gol…pero si venía un jugador encarrerado, lo amagaba una y otra vez y si podía se lo volvía a bailar, hasta la hora que le daba la gana”. Para “Zurdo” el preciosista, acabar una jugada era quizás menos importante que ofrecer el espectáculo mismo de mostrarla. Su exuberante técnica incluía saber dónde colocar el balón, empleando con maestría la fuerza justa en el toque: “Tenía algo de Hernán …de Medford.  Arrancaba en seco y paraba en seco. Tiraba y siempre sabía dónde poner la bola…donde el portero no llegaba”, recuerda Oscar. 

Un total de 120 goles, 73 de los cuales anotó durante los doce años que portó la casaca eriza, dan crédito a las afirmaciones del “Machillo”, quien se refiere a él como su referente infancia y juventud, a quien tuvo el privilegio de tener como compañero de equipo durante algunos meses en su campeonato debut de 1983.

Fue también el ídolo de infancia de otra gran leyenda manuda, Wilmer Andrés López Arguedas, quien relata la fascinación que producía su vistoso juego, cuando siendo todavía un niño que militaba en las ligas menores de la Liga, maniobraba el entonces marcador metálico del Morera Soto. Wilmer lo resume en su concepto esencial: “Zurdo” era técnica y espectáculo. Puro espectáculo”.

Si bien recientemente se le dedicó un “clásico”, su aporte y legado al equipo merecen reevaluarse. Son varios y contestes de los testimonios recabados en este libro que concluyen que gracias a él y a los ingresos de las taquillas que durante esa dura época pagaron los aficionados liguistas, fue posible construir un sector de la gradería de nuestro estadio.  

En manos de las futuras generaciones de liguistas y la dirigencia, está la tarea de sacarlo de la ignominia. Darle el sitial histórico que merece, para que tanto él como contribución a la historia del equipo nunca más pasen inadvertidos , como nos sucedió en aquella calurosa mañana  de abril